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14 de diciembre de 2012

Ciclo de cine europeo (17) 'Celda 211', de Daniel Monzón



Tremenda, ejemplar, extraordinaria, una de las mejores películas del cine español en mucho tiempo, con un monumental Luis Tosar en un papel que ya es todo un clásico, un papel que para sí hubiera querido el mismísimo Robert de Niro, esa bestia parda apodada Malamadre. Adjuntamos la crítica de Carlos Boyero sobre ella y aunque quizá estemos de acuerdo en alguno de los pequeños lastres que, según él, la impiden convertirse en obra maestra, eso no quita para que la saludemos como una película formidable, otra gran muestra de talento español, de talento europeo. 



Carlos Boyero. Esto sí es cine, además español 
 
El género de cárceles tiene un atractivo enorme para los que nunca las hemos padecido, al encontrarnos con gente torva en situaciones límite, con villanos desesperados que van a jugarse lo poco o nada que les queda para vencer a sus secuestradores legales, para dar la reivindicativa y casi siempre sangrienta bronca, para conseguir escapar. Es uno de los escenarios favoritos del cine de acción, puede mostrar el luminoso anverso y el temible reverso de los que han transgredido las leyes (están excluidos en esa narrativa que aspira a exaltarte los grandes tiburones, los banqueros, los gánsteres disfrazados de ejecutivos, los líderes políticos, los delincuentes de lujo, los que nunca pisan las cárceles y si excepcionalmente lo hacen saben que obedece a un pacto inocuo, a un simulacro del orden para calmar el revuelo social), ya que por muy ingenuos que seamos la complicidad del espectador sólo puede identificarse con el marginal, el solitario, el que juega en desventaja, el más débil aunque sea muy fuerte.

La primera secuencia de Celda 211 te avisa, como en Grupo salvaje, de que esto va en serio, de que va a hablar de fronterizos en situación tétrica. Te obliga a cerrar los ojos. La segunda, que ejerce de prólogo expositivo, es horrorosa, con actores que recitan con tonillo presuntamente natural pero vergonzantemente falso lo que ocurre en esa cárcel. En la tercera aparece un cráneo afeitado y unos andares intimidantes. Se hace llamar Malamadre, es el jefe de los malos, no es el individualista épico que interpreta Eastwood en Fuga de Alcatraz ni el tenebrosamente lírico y maquiavélico Hannibal Lecter, ni el cerebral profesional de la resistencia que encarna Tim Robbins en Cadena perpetua. Es un macarra resolutivo y de voz cavernosa, un hijoputa que te obligaría a salir corriendo si divisaras su sombra en la calle, el genético rey de una selva eterna, con salida sellada. Desde ese momento sabes que todo lo que diga, haga o sienta ese personaje te lo vas a creer, que has entrado en el campo magnético de un personaje con cuerpo y alma, con naturalismo y matices, siniestro y conmovedor, héroe y malvado, letal y legal, retorcido y diáfano, superviviente y guerrero, esencialmente trágico, un fulano del que no vas a poder apartar los ojos y los oídos cada vez que aparezca, que te hará sentir miedo y compasión, que sabes que sólo puede perder aunque aterre provisionalmente al sistema, capaz de barbarie pero con códigos de honor, volcánico y secreto, líder y víctima, alguien que te impresiona, del que te preocupa su suerte, que va a dejar poso imborrable en tu memoria.

Daniel Monzón narra admirablemente con pulso, nervio, ritmo, suspense y complejidad emocional esta historia de perdedores épicos, de guardianes de la ley que descubren con miedo, pasmo y sangre que la vida puede colocarte al otro lado. Hay un giro excepcional en el guión al plantear que los asesinos desclasados pueden utilizar como rehenes políticos a los asesinos patrióticos.

Hay diálogos para quitarse el sombrero. Es una película con eso tan difícil de lograr llamado atmósfera, con gente que te va a implicar en lo que les ocurre.
También existen lastres en este cine ejemplar que le impiden alcanzar la condición de obra maestra. Sobran los flash-backs sobre la vida familiar del guardián que se transformó en presa, sobra la manifestación de los familiares de los presos, sobran algunos actores sonrojantes. Lo último es preocupante en una película con personajes que sólo funcionan si te los crees. Y resultan modélicos el sinuoso Morón, el violento Resines, el maquiavélico buscavidas Carlos Bardem o Luis Zahera, un individuo con gorra, gesto amenazante y voz convulsa que parece interpretarse a sí mismo, esos presos que desprenden realismo. Son el complemento ideal para una interpretación prodigiosa. La de Luis Tosar. Desde fuera y desde dentro, acojonando y enterneciendo, revelándote zonas de luz en un fulano tenebroso, clavando el gesto y la palabra. Sólo lamentas que no aparezca en todos los planos. Yo pensaba que era un actor tan eficaz como lineal, intensamente taciturno. Prejuicio borrado. Lo que hace aquí es magnético, sutil, veraz y emocionante. Para enmarcar.